
La vida tiene ciclos, ciclos de ausencias y dolores en el alma. Ciclos vigorosos,
pasmados de satisfacciones, ciclos ricos de recordar, que se transforman en
sabiduría misma de cómo vivir. Esta sabiduría limitada todos la poseemos, cada uno la construye en el tiempo y su construcción perdura hasta la muerte.
Es ella la causante de este cuestionamiento hacia tradiciones, creencias y rituales que fueron manifestándose desde que era una niña, cuando jugar era el único medio de aprendizaje, rezar era a diario y asistir a misa dominical era como alimentarme.
Ahora, en mi presente, no existe esa Iglesia que explique todo sobre todo. Respeto mucho a quienes creen y tienen una fe inquebrantable, mis padres son uno de ellos.
He errado, he ganado y paralelamente he construído esta armonía entre mi existencia, mi conocimiento y mi propio aprendizaje, tan personal como mi cama y tan convincente como mi verdad.
Es mi verdad la que se encuentra enlazada con mi sabiduría como una cómplice sensata, cómo un padre pinguino lo es a su hijo, como una madre lo es a su primogénito. Es la verdad quien traspasa el cielo, la atmósfera y más allá, si creo en ella.
Es ella la que está fuertemente conectada con la naturaleza.
Por años, desde el inicio, incansablemente la naturaleza ha demostrado que es ella quien gobierna, ardua e insuperablemente. Algún día me condensaré, mi cuerpo en un futuro será lluvia, arcoiris y nube, soy parte de la naturaleza, respetarla y respetar a los seres humanos, es una condición.
Cuando mi cuerpo se detenga, un nuevo ciclo llegará, un ciclo capáz de manifestarse en el momento que deba ser. Esta etapa de la muerte es necesaria, así la naturaleza continúa y se mantiene como tal, para
los futuros que vendrán. Acepto y me entrego a la vida y a la vez a la muerte, no temo.
Mi verdad no es absulota, pero es ella que me mantiene viva y más que eso, sonriente.
Por que Dios, Dios es grande.
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